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"Meditando sobre la vida: autorreflexión entre dos guerras"
Traducción José M. Ortega
1989: cae el muro de Berlín. La guerra, primero la
caliente, después la fría, acabó ayer. Mi vida, mi historia, son, duran
tanto como estas guerras. Primero la sufrí, después participé en ella.
En este asunto lo he perdido todo. No obstante no me reconozco entre los
vencidos. Al contrario, cuando en esta guerra ha habido algo que vencer
he estado entre los vencedores: en la lucha antifascista por la
democracia, en el asalto al cielo del 68, y en el gran episodio de la
reconquista de la libertad por parte de los explotados del «socialismo
real». Vengo de un mundo de barbarie; la infancia la he vivido en la
Italia fascista y en la guerra civil he soportado los bombardeos,
aliados y el hambre. Dicen que la filosofía nace de la maravilla: mi
vocación filosófica debe haber sido verdaderamente precoz si, siendo
adolescente durante la guerra, no acababa de maravillarme de estar vivo.
Estaba desesperado por poder morir. Después gocé súbitamente de la
libertad reencontrada, sentí el dolor y los lutos de mi familia y me
abrí a la esperanza renacida. Y si en los años que siguieron, mientras
alcanzaba la filosofía era trajinado por la pasión, el horizonte se
obscureció de nuevo, no obstante las ganas de libertad y el deseo de
gozar de ella no disminuyeron. Creciendo de esta manera entre
acontecimientos diversos y una larga experiencia de luchas, particulares
y colectivas, llegué a comprender la prescripción spinoziana: «El
hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es
meditación sobre la muerte sino sobre la vida». Percibir críticamente el
tiempo de mi vida intelectual significa comprender cómo he pasado del
miedo a la muerte a la meditación sobre la vida. Atravesando la guerra.
En Italia todos eran hegelianos entonces, entre el
final de la guerra peleada y el comienzo de la guerra fría: el tío
Benedetto Croce y los sobrinos gramscianos. Después del fascismo todas
las trompetas sonaban la misma música dialéctica: ¡Libertad y Progreso!
Pero el recuerdo es confuso; tan confuso como confuso era aquella unidad
improvisada, y ninguno consigue contar bien este periodo. Por el
contrario, todos recuerdan que en cierto momento explotó la guerra fría y
que de golpe quien estaba de acuerdo se encontró en desacuerdo
Inexplicablemente. En efecto, no era culpa de Hegel que los frentes se
separasen permaneciendo hegelianos: ¡si hubiese dependido de él!, en su
dialéctica había puesto para todos y no era imposible articular en ella
el humanismo. La culpa estaba en la realidad. Una realidad cargada de
antagonismos, de luchas, de irreducibles singularidades y de esperanza.
La dialéctica se revelaba una llave falsa porque permitía abrir todas
las puertas pero la realidad tiene pocas puertas y son particulares. La
vida no es absorbible, si no es reducida a destino. Pero la singularidad
y el destino chocaban aquí. Y, no obstante, la mistificación dialéctica
es eficaz, incluso cuando ya toca la realidad. Paradójicamente,
dividiéndose, el horizonte dialéctico conseguía ser todavía más potente y
su eficacia era multiplicada y sobredeterminada por la división. Se
presentaban dos procesos dialécticos, uno ante el otro armado de su
propia legitimidad, cada uno dotado de un método, un camino, un proyecto
un resultado prometido. Dos Aufhebungen. La historia era dos veces
terminada. La sanción de la marginalidad y de la irrelevancia era
relegada a quien se obstinaba en vivir la historia verdadera. Quise ser
original. En cualquier caso, contra una falsedad eficaz y contra la
otra, había sabotajes, revueltas, revoluciones: pero su derrota era,
como en toda guerra, apología del vencedor. La victoria establecía la
verdad. En el reino de la lógica, Aristóteles había sido sustituido por
Clausewit. La historia de la filosofía, la estética, la filosofía de la
religión, y la de la historia, la pedagogía y la filosofía del derecho, e
incluso la filosofía de la naturaleza; en suma, la metafísica entera
estaba dominada por dos reglas que se oponían y estaba recorrida por dos
caminos que pretendían igualmente llevar a dos cumbres igualmente
radiantes y sublimes. La falsedad dialéctica era multiplicada por dos.
Rechacé la regla dialéctica y su doble versión.
Mi aprendizaje filosófico se desenvolvió sobre dos
frentes. En el primero se trató de demostrar la homologación de los dos
enemigos. Esta guerra era insensata, en ella se moría sin saber por qué
se debía vivir. Esta guerra era una jungla de acontecimientos de
falsedad. Yo la atravesaba con el estupor con el cual Simplicissimus
atravesaba los campos de batalla de la guerra de los treinta años, donde
ni siquiera la religión era ya motivo de separación o de alianza, y
sólo la destrucción del paisaje humano se había convertido en razón de
vida. También Cartesius había vivido aquella guerra: junto a la poêle
(estufa), en la soledad dentro de los campos de exterminio, había
descubierto la obstinación del pensamiento frente a la falsedad, y por
consiguiente había afirmado un principio de existencia subjetiva de la
verdad. Aquí nacen la Ilustración y el pensamiento crítico -como rechazo
de la muerte, como lucha implacable contra toda forma de poder que haya
perdido significado vital. Yo no sé si el pensamiento de Marx puede ser
calificado, en su núcleo crítico, como pensamiento ilustrado. Es
cierto, no obstante, que a mí me parecía tal Como a Sartre y a Merleau
Ponty, por un lado, como a la Escuela de Francfort por otro- en el mismo
periodo. La aventura marxista comenzó así como un proyecto ilustrado
que ofrecía la posibilidad de reunir en la crítica al capitalismo y al
«socialismo» real. Ambos aparecían como expropiación del significado de
la vida de su potencia constitutiva, como fijación del trabajo vivo en
una perspectiva muerta de alienación económica y política. El
pensamiento ilustrado es enciclopédico -por eso la crítica se desarrolló
en el terreno interdisciplinar, y, sin olvidar nunca su fundamento
metafísico, se movió entre la sociología y la economía, entre la ciencia
de la lógica y la historiografía. El estructuralismo fue aceptado como
terreno constituido por la capacidad de desestructurar. El racionalismo
fue aceptado como paradoja, es decir, fue mostrado como absurdo por sus
éxitos, como imposibilidad de contener la razón ante el desarrollo de la
racionalidad instrumental de los sistemas de poder- por tanto, hasta el
punto en que la razón se liberaba, como potencia destructiva. de una
racionalidad instrumental tan omnipotente cuanto insensata. ¡Cuántas
páginas de Max Weber y de Georg Simmel, de Dilthey y del joven Lukács. y
de tantos otros, nos tragamos entonces con el deseo goloso de una
metodología positiva de la negación! La singularidad se instauraba en el
rechazo. Una especie de frenesí crítico atravesó las singularidades -en
medio de la guerra hicimos prevalecer el punto de vista del desertor,
la amarga y singular toma de conciencia de la identidad de los enemigos y
la decisión (todavía no ética, porque aún no era prácticamente activa)
de liberar la metafísica del yugo de la alienación de la explotación,
del poder.
Una segunda (y siguiente) línea crítica fue
definida pronto. El paso de las armas de la crítica a la crítica de las
armas reside en el mismo principio. La crítica no puede permanecer en sí
misma sino que requiere -por íntima lógica interna- transformarse en
proceso de subjetivización ética. El desertor se convierte en
resistente, no podía hacer menos. El rechazo y el sabotaje se convertían
en experiencias colectivas. El francotirador formaba el ejército de
liberación. La metafísica de la potencia transfería su incitación del
terreno de la crítica al de la constitución ética. La crítica del
«afuera» se replegaba al análisis de la potencia del «adentro».
Últimamente Deleuze nos ha mostrado -interpretando a Foucault- la
validez metafísica de este repliegue. Una vez anulada la falsa
dialéctica de los dos enemigos, se abría la verdadera dialéctica del
sujeto y del poder. Una dialéctica verdadera, es decir, una dialéctica
despedazada, que jamás habría conocido Aufhebungen, superaciones,
síntesis, pero que tejía siempre el hilo interrumpido del mundo de la
vida, a partir de y concluyendo en la singularidad. El nacimiento del
método genealógico de los sistemas, a partir de la subjetividad nunca ha
sido estudiado en sus dimensiones generales y en su irradiación
metafísica: no obstante por toda Europa hay un momento, antes y
alrededor del 68, en el cual surge, diferenciado y único, con distintas
variantes culturales, pero con un espíritu metafísico común. Foticault,
Deleuze, Guattari, en Francia, sobre el tejido de la epistemología y del
psicoanálisis; el último Adorno, Krah1 y otros muchos, en Alemania: en
la crítica de la vida cotidiana y de los sistemas políticos; Tronti,
Alquati, en Italia, en el ámbito de la crítica del trabajo y del
análisis de las luchas de clase. Una común sensibilidad teórica, que era
una actitud ética: hacer de la crítica el punto de fundación de la
liberación; en su concreción subversiva y constitutiva, representar y
vivir un devenir revolucionario, construido por las singularidades.
Estamos, pues, más allá de Marx, en el sentido que la crítica de la
economía política descarnada (¿afilada?), una vez aceptadas (y
verificadas) sus conclusiones. Si Marx nos había conducido al punto de
sutura de las ideologías de la modernidad y del extrañamiento del poder;
si Marx nos había hecho comprender la absoluta racionalidad de
Auschwitz y de Hiroshinia, ahora se debía ir más allá de Marx para
comprender corno podía y debía constituirse el proceso de liberación
para pasar de la lógica de la muerte a la meditación sobre la vida.
Pero ,cómo puede resurgir a la vida quien ha tocado
la muerte De esa experiencia llevará consigo siempre señales y su vida
siempre contendrá un momento de desesperación irreductible. Su alma se
plegará sobre la memoria de aquel vacío y siempre será obligada si
quisiera liberarse, a perseguir el principio de liberación en esa
profundidad. Misticismo y terrorismo son el espejo de esa necesidad de
liberación, pero conducida por el camino ciego del resentimiento
metafísico. El nihilismo y el pensamiento débil son la representación
cínica y desfigurada de ese mismo sentimiento metafísico, pero
caricaturizado en un juego indecente. En el terreno de la praxis, que es
el único que hoy cuenta para la metafísica el malin génie tiene la
paranoica fisionomía de la tentación y la encarnada blandura de la
segunda. ¿Cómo proponer, a esa profundidad, el carnino spinoziano que va
de la muerte a la vida? ¿Cómo practicar aquella desutopía radical que
hace de la experiencia de la muerte el punto de apoyo de la vida y de la
libertad? ¿Cómo vivir esa esquizofrenia constitutiva?
Descubrir el contenido creativo del rechazo nada
tiene que ver con una experiencia romántica del hórrido y húmedo antro
del sepulcro. Me aconteció entonces leer a dos pesimistas: Jacob y
Leopardi. En ambos, sobre el fondo de la derrota contra Jehová y la
Naturaleza, hay la simple e irresistible afirmación de la singularidad
creativa. En ambos la lucha define el terreno de la suprema y última
resistencia como carácter propio de la creatividad ontológica. Empujada
sobre el vacío de todo significado, la ontología se revela como praxis
incoercible. Jacob se salva oponiendo a la divinidad (y a Behemot, y a
Leviatán) la intrépida resistencia de la singularidad, fuerza
constitutiva en el interior del cambio cosmogónico; Leopardi se salva
oponiendo a la violencia de la naturaleza, a la destrucción volcánica,
que representa la esencia de ella, la fuerza constitutiva de la
comunidad humana, y esto lo hace en el primer y fundamental momento de
la genealogía de la racionalidad instrumental e individual de la
modernidad. Ahora bien, en la guerra que lleva al agotamiento a la
modernidad, Jehová y Vulcano, la insensata desmedida de la racionalidad
instrumental y la organización extrañada de las fuerzas productivas,
todas indisolublemente unidas, son nuestro enemigo. Emerge de nuevo la
singularidad como punto de resistencia; pero en estas dimensiones, una
singularidad colectiva: ella es, en su conjunto, la fuerza de resistir
al enemigo y el núcleo que fundamenta la praxis colectiva.
Otros dos pasajes se convierten en centrales: la
constitución de la singularidad como singularidad colectiva y la
evolución de su afirmación ontológica a partir de la experiencia del
rechazo y de la resistencia hasta la de la constitución. ¿Pero en la
práctica pueden ser distintos estos dos procesos? Cuando, en los años
sesenta y setenta, el marxismo crítico abordó este problema, quedó
bloqueado. De hecho se consideró, en la jerga de la época, que el
lenguaje de la organización y el del poder no podían ser regidos por la
misma lógica. ¿Qué ocurría en realidad? Que una práctica -más bien
brutal- pretendía remedar una teoría más bien dulzona de un poder
futuro, pero en la separación; ¿cómo se podía no ser realistas? ¿No
reconocer que ahora todas las fuerzas debían ser utilizadas en la
organización del rechazo, y que sólo después hubiese sido posible
construir la nueva comunidad? Pero ¡de este realismo están las tumbas
llenas! Pero pronto, como suele ocurrir, los errores teóricos y las
ilusiones se transformaron en pesadillas y derrotas. No obstante (y esto
nos salvó) fueron aquellos años, alrededor del 68, los que nos
permitieron estar en disposición de comprender la absoluta originalidad
de nuestra experiencia filosófica. De improviso, pero con esplendor
inaudito, hizo su aparición el acontecimiento. La potencia de la
multitud alzó sus canciones y sus armas contra el poder. Se presentó la
comunidad futura Comenzó a desarrollar su ya irreductible presencia. El
rechazo del poder generaba una nueva cultura. La riada subterránea de la
resistencia aparecía en la superficie, ofreciendo el modelo ontológico
constitutivo: una comunidad de singularidades cooperantes. La revolución
estaba allí, presente y potente, cuanto estructural y creativa. Desde
entonces toda represión muestra al poder como violencia definitivamente
degenerada: las represiones en EEUU en el 68, y en Europa, tanto del
Este como del Oeste, anunciaban la monstruosa decrepitud de los
regímenes en guerra el uno contra el otro, unidos, no obstante, en el
sofocar la vida. Pero, desde entonces, todo movimiento revolucionario
muestra, bien sea derrotado, como el de Tien Anmen, bien sea vencedor,
como en Danzig o Leipzig, que la organización de la singularidad como
singularidad colectiva y la evolución de la resistencia hacia una nueva
concepción del poder son un único proceso: el proceso de un poder
constituyente.
Como unidad temporal y temática, no existe el siglo
XX. El siglo XIX ha durado hasta el 68. Todas sus manifestaciones -las
ideologías, las guerras, las pasiones, las localizaciones políticas, las
formas de organización social, la industria, la música, la ciencia,
etc- han sido hasta el 68 repeticiones y desesperada continuidad del
siglo precedente. Es sólo con el 68 cuando todo es nuevo -nuevo y
desconocido. Hemos entrado en el siglo XXI con treinta años de
antelación. La innovación consiste en la presencia de la multitud como
conjunto de singularidades, el conjunto de singularidades como poder
constituyente.
Pero, en positivo ¿qué es el proceso de conjunto
que ve la constitución de las singularidades como singularidad colectiva
y la formación de éstas como poder constituyente? La instauración del
acontecimiento no nos libera de la necesidad de desarrollar, con
amplitud y demostración, el acontecimiento mismo: el acontecimiento no
suprime la lógica, sino que la abre a la innovación. Ahora bien, la
lógica del nuevo acontecimiento es la lógica constitutiva de una
comunidad de singularidades. Si estuviésemos en el terreno tradicional,
en el que el uno dirige a lo múltiple, siempre seríamos presa de la
dialéctica. La singularidad como multitud y la comunidad como
cooperación la rompen. Si estuviésemos en el terreno platónico, en el
que lo múltiple se reduce al uno, estaríamos obligados al formalismo de
la racionalidad instrumental, del derecho y del estado; la modernidad es
este formalismo progresivo. Pero el traje transparente que, en el
formalismo, el uno impone a la multiplicidad no es menos devastador que
el traje que le impone totalitarismo; es sólo más ligero de llevar pero
es igualmente feroz. Por el contrario, romper la transparencia para
desarrollar la impermeabilidad de la singularidad múltiple y la absoluta
apertura de sus procesos de cooperación, esta es la tarea de lógica de
las singularidades, y por consiguiente el proyecto del poder
constituyente. De esta manera se abre un proceso incontenible de
libertad, donde libertad es creación; de igualdad, donde igualdad es
cooperación. La lógica de la singularidad se hará praxis constitutiva,
acción ontológica. Sacar a la luz el proceso ontológico de la creación
que se realiza en la praxis de la multitud es la tarea de la filosofía y
el acontecimiento del poder constituyente. Un poder que destruye las
viejas formas de la lógica porque subordina el uno a la multiplicidad y
destruye las viejas formas del poder constituido porque lo subordina a
la indefinida apertura de la potencia de la multitud. Son composiciones
singulares y colectivas que, de tanto en tanto, se codifican a sí
mismas; bloquean, determinándolo, el proceso de constitución ontológica,
lo arreglan cada vez en forma pacífica. En este proceso no hay nada de
idealista. Al contrario, aquí el hombre se instaura conscientemente en
la dimensión de lo finito y de lo indefinido. La relación
absoluto-infinito (que desde Platón hasta Hegel constituye el refrain
vulgar de la indecente estética de la Verdad) está definitivamente rota.
Pecado original de la metafísica del poder: debemos perseguir con
implacable persecución esta miseria religiosa, esta inmunda
superstición, esta violencia dialéctica originaria. Sólo lo indefinido
es absoluto. El hombre no está condenado a la libertad; esta supuesta
condena es su dignidad y su ley. El ser indefinida es la única dimensión
de la praxis, por consiguiente de la filosofía. El absoluto: la
cooperación en lo finito, la tolerancia ética, la desutopía metafísica y
política. El ateísmo absoluto y la democracia absoluta son posibles por
ello; son las prácticas filosóficas y políticas de la metafísica de la
desutopía. Nos es impuesta, mejor dicho, nos es connatural la
esquizofrenia de un esfuerzo continuo de posición de la finitud como
absoluto: gocemos de ello. Lo absoluto es la irreducible conjunción de
las singularidades. Que el hombre haga su regla a partir de su esencia
crítica. Regla de su potencia ininterrumpidamente.
El poder constituyente es poder productivo. Quiero
decir que la producción de la riqueza y la reproducción de la vida no
son imaginables fuera de este terreno. Permanezco marxista, totalmente
marxista no distinguiendo metafísica y producción. Y hoy mucho más... De
hecho, cuando recorro la historia de mi percepción del mundo
productivo, también me encuentro ante un acontecimiento: es decir,
frente a un momento en el cual se hace evidente el realizarse de un
proceso histórico que hace del poder constituyente la única fuerza
productiva. Me explico. También aquí, la resistencia y el rechazo
constituyen la base -y el capitalismo moderno se nos ha manifestado
ampliamente capaz de reasumir estas pasiones humanas en la producción,
de explotarlas y transformarlas en su provecho, constituyendo de esta
manera, juntamente con el uso y represión de ellas, el progreso. Pero
después, todo cambia. De hecho hay un paso catastrófico al cual hemos
asistido, y que hemos provocado, juntamente con millones de hombres en
lucha. Ello ha ocurrido cuando para resistir al ataque de la clase
obrera, convertido en continuo y de masa, el capital se encontró en la
necesidad de anular su consistencia, de disiparla y confundirla en la
sociedad; y lo hacía consecuentemente, puesto que el capital es la
relación de explotación, la relación de asumir toda la sociedad en la
relación de explotación. Marx llamaba a este paso, que había
obscuramente intuido como punto terminal y realización de la relación
capitalista, «subsunción real» de la sociedad en el capital. Ahora bien,
esta subsunción, tendencialmente sin residuos, de la sociedad en el
capital, tanto burgués como socialista, produce efectos que hemos visto
realizarse y hemos vivido en el curso de nuestra vida. También en este
punto, el 68 representa una línea divisoria; es allí donde se realizó el
acontecimiento. Para destruir su oposición determinada, la clase
obrera, el capital automatiza la fábrica, informatiza la sociedad,
ejerce su antiguo poder a través de la nueva comunicación social. Es un
verdadero cambio de paradigma social. Los efectos teóricos de esta
«catástrofe» están a la vista de todos -y Foucault/Deleuze, por un lado,
la Escuela de Francfort y Habermas, por otro, lo han subrayado
fuertemente, representando el nuevo paradigma en la categoría «sociedad
de la comunicación». Otros, de modo apologético y no crítico, han
hablado de «postmodernidad». Mirándolo todo desde un punto de vista
crítico, podemos comenzar a resumir. Antes de este paso, la crítica de
la economía política era un arma de la clase obrera; después se
convierte en una crítica metafísica del poder, de un capital que se ha
hecho sociedad, dominio y explotación social. Por tanto, no es ya el
obrero, sino el individuo social quien es el sujeto de la crítica,
puesto que él es la nueva, paradigmática, singular y creativa, potencia
productiva. En esto, entonces, la lucha contra la explotación no corre
el peligro ya de tener efectos corporativos, por amplios que puedan ser,
ni de ser una proyección ideológica, por muy eficaz que pueda ser: se
hace directamente práctica de emancipación de la vida cotidiana. Vida
productiva y Lebenswelt son la misma cosa. He pasado mucho tiempo, en mi
trabajo filosófico y en mi experiencia política, siguiendo este decurso
de la historia productiva. Nos encontramos en el punto sin retorno en
el que todo comportamiento vital es productivo y, por consiguiente, toda
singularidad, definida en el Umwelt de la explotación, lucha por la
libertad para vivir. Libertad es liberación. En mi trabajo he seguido y
hecho típico los tránsitos del obrero profesional al obrero de masa, del
obrero fordista al obrero social; en este proceso no sólo está en juego
la organización del trabajo, sino una metafísica de la liberación, sus
condiciones y la praxis constituyente. Estas condiciones y esta praxis
consisten ahora en comprender la realidad transversal de todos los
procesos productivos, su resumirse en la comunicación a este nivel, y
por consiguiente las nuevas determinaciones de la liberación. En esta
inmersión de la producción en la vida. La lucha contra la explotación se
traduce en poder constituyente, porque todo el universo de la vida está
recorrido por la explotación y sólo un universo diverso podrá ser
definido como universo de libertad. Pero, no obstante el poder
constituyente existe ya hoy como tejido de toda relación social. La
potencia de la singularidad social es hoy la única potencia productiva.
En las condiciones de la sociedad de comunicación el capital existe sólo
como explotación -una explotación cada vez más externa, más
parasitaria- de esta potencia. El capital actúa sobre la capa externa,
sobre el límite de una potencia productiva que, automatizándose, se
libera definitivamente de todo dominio.
En la definición de la «subsunción real» de la
sociedad del capital, Marx hace intervenir a dos elementos prospectivos.
Por un lado, el agotamiento de la potencia y de la autonomía del
capital fijo, que habiendo llegado a un nivel de acumulación muy alto,
él mismo suprime la dialéctica con la fuerza del trabajo. Toda medida de
explotación disminuye; el trabajo humano no encuentra ya en el tiempo
de explotación una base de medida: el tiempo es una medida miserable
ante el gigantismo de la acumulación. Por otro lado, emerge la hegemonía
de las fuerzas intelectuales aplicadas a la producción: la producción
de riqueza depende ya sólo de ellas. Pero estas fuerzas permanecen
explotadas; caída la medida, y por consiguiente toda dialéctica
progresiva, toda posibilidad residual de legitimación del desarrollo
capitalista, permanecen las antiguas relaciones de fuerza. Contra este
dominio el general intellect social, es decir, la inteligencia
técnico-científica socialmente difusa, el conjunto de los procesos de
subjetivización que se inscriben en esta materia, establece su
afirmación de autonomía, expresa la libertad creativa y la igualdad
cooperativa. La gestión capitalista de la sociedad. así como aquella
alternativa imaginaria que quiere ser el socialismo de Estado, se
encuentran por primera vez confrontadas al comunismo.
Como todo horizonte del poder, también el horizonte
de la comunicación es doble. A la racionalidad instrumental Habermas
opone la racionalidad del horizonte de la comunicación. Esto no es más
que nuevas caracterizaciones típicas y sociológicas de la vieja
oposición entre Verstand y Vernunft. Por consiguiente, este discurso es
incorrecto y mistificador. De hecho la distinción no discurre entre
diversas formas de racionalidad, sino que plantea un problema más
profundo: el del antagonismo que discurre entre las lógicas que
atraviesan la comunicación. La comunicación es el mundo. Y en la
comunicación el mundo ve la oposición de orden y creación, norma y
productividad. La subsunción de la sociedad en el capital y en el Estado
es real; la reducción del mundo a comunicación es verdadera. Pero la
otra cara de esta realidad es la inserción de la multitud de las
singularidades en el horizonte del comando, en la relación de poder, la
crisis del carácter de incontenible y de ruptura que esta inserción
determina. Es decir, que la comunicación existe junto con el contexto
del poder y el de la potencia: este contexto único es recorrido por dos
lógicas antagonistas. Por un lado la lógica de control de la
comunicación; por otro, el ejercicio de la comunicación como
cooperación. La comunicación es el horizonte de la producción; por
consiguiente. en ella o bien se produce el orden o se crea libertad, El
lenguaje del mundo de la vida es completamente atravesado por esta
alternativa. Desde el punto de vista de los procesos de subjetivización,
la alternativa se resuelve con celeridad: para vivir debemos comunicar,
para comunicar debemos liberarnos del control de la comunicación. El
tema revolucionario, que es el mismo que el de los procesos de
subjetivización, es la toma de posesión de la comunicación como ámbito
creativo de la multitud de las singularidades; es, por consiguiente, la
afirmación ontológica de la comunicación liberada. La comunicación se
convierte en horizonte humano en la que es el contexto de un proceso de
liberación.
La comunicación libre es una producción rica.
Democracia y riqueza van al mismo paso. Pero es necesario entenderse en
un campo y otro. Riqueza. Nací pobre y me he convertido en paupérrimo No
obstante, mi pobreza no es miseria, Al contrario, mi pobreza no puede
ser reducida a nada negativo: ella es desposesión de todo aquello que
puede condicionar mi libertad, una desterritorialización; por
consiguiente una puesta a disposición del mundo. Mi ser intelectual. que
al final ha constituido mi única riqueza, lo he puesto a disposición de
un mundo que se ha apropiado de él. Formo así parte de un colectivo
inteligente. soy una fracción del general intellect, es decir, de una
potencia colectiva de producción, abstracta ya y desterritorializada que
va reencontrando un territorio y haciéndose subjetiva de un modo nuevo.
Cuando miro hacia atrás lo que más me sorprende en mi vida filosófica
es cómo el contexto de mi discurso se ha convertido cada vez más
homogéneo con el de mis interlocutores, privilegiados por mí, pero
lejanos, con los cuales me entretuve hasta la adolescencia: los obreros.
Hemos cambiado todos, no solo yo, sino también ellos; ahora nos
volvemos a encontrar, desterritorializados, delante del mismo ordenante;
nos volvemos a encontrar, revolucionarios. delante de la misma figura
del poder. En esta nueva lucha nos reterritorializarnos. De este modo,
cada vez más, la potencia de mi imaginación se ha implantado en un
contexto rico, me he fijado en un nuevo trascendental concreto,
verdadera y propia constructividad cooperativa. Yo conozco y frecuento
la fábrica que produce mi subjetividad, yo trabajo con las máquinas de
la inteligencia y de la imaginación: aquí he vuelto a encontrar el
mundo, un nuevo mundo de subjetividad Esta nueva cualidad del ser
intelectual, esto es, el hecho de que la universidad y la prisión, la
patria y la emigración, la fábrica y el tiempo libre, se hayan
convertido en intercambiables, y que sólo el uso que de ello se hace
pueda dar sentido a la vida, en todo esto encuentro mi pobreza y mi
riqueza, mi historia individual y mi universalidad operativa. Mi vida es
la vida de los demás. Mi meditación sobre la vida está, de hecho,
instaurada sobre este trato frecuente con la máquina de mi
subjetivización; los otros son otras y semejantes ruedas de esta máquina
creativa que me constituye Constituidos en una nueva materia inscritos
en un lenguaje nuevo, partícipes de una nueva productividad, nosotros
somos lo mismo y sujetos diversos -o para decirlo mejor, no somos ni
siquiera sujetos, más bien funciones o matrices de un proceso de
subjetivización, nuevas composiciones y nuevos bloques de energías
colectivas, momentos de un imparable flujo de enunciación trascendental
colectiva.
En este mismo terreno también la democracia se
vuelve a vivir, cosa que ya me ha ocurrido en algún escrito mío. Ella
forma parta ya, en cuanto fórmula política de la libertad y de la
igualdad, de los procesos de subjetivizaci0n colectiva. La democracia es
una esencia revolucionaria, pero siempre ha estado domesticada y
amordazada. En mi vida, la experiencia revolucionaria de la metafísica
ha estado siempre combinada con el análisis de las funciones
constitutivas, ontológicas, radicales, de la democracia. La democracia
es producción. La producción es democrática. Sólo que este círculo está
interrumpido y sus sentidos son confusos. Me ha acontecido, como a
muchos otros, estar involucrado por esta interrupción y esta confusión.
Pero ser arrastrados por la sed metafísica de democracia es una
experiencia noble. ¿Cómo se puede resistir a ella? ¿Incluso cuando este
deseo se convierte en violencia? Sí, porque esta sed es inagotable y no
acepta lo intolerable. La relación constitutiva que la multitud de los
sujetos mantiene con la potencia en ningún caso puede ser interrumpida o
aislada. Nada es más miope que el querer poner camisetas o lazos al
deseo de democracia. Potencia y multitud constituyen un mercado muy
singular: el de constituir democracia, en la cual libertad e igualdad,
creatividad y cooperación, no pueden no estar combinadas. Aquí el límite
no es sino un obstáculo que hay que superar. Según el democrático
Maquiavelo, con todos los medios.
Es el momento de que descubra santos en el Paraíso,
es decir, los autores de metafísica con los que más he discutido. En mi
juventud fueron Kant, Hussserl, Heidegger, Wittgenstein. Después Marx.
Después de nuevo Heidegger, y Spinoza, y después Foucault y Deleuze. No
se trata de tres épocas, una primero, una con y otra después de Marx. Se
trata, más bien, de un recorrido tortuoso, cuyas estaciones he seguido
de la manera descrita, pero con frecuencia retornaba y retorno a algunas
de ellas, y entonces las consecuencias pueden cambiar. También he
frecuentado, y he escrito, sobre Descartes y Hegel; he aprendido mucho
del lenguaje de ellos, especialmente del hegeliano, que durante mucho
tiempo me ha fascinado; en realidad me han sido extraños y sobre todo
adversarios. Sin embargo, el encuentro con Kant sido un encuentro
obligado en un ambiente académico en una facultad de Derecho, enferma de
formalismo, en los años cincuenta cuando era un joven profesor. ¡Cuánto
me aburrían las discusiones sobre el Kant formalista, padre de los
variopintos neokantismos del XIX y del XX. En cualquier caso, estando
obligado, tanto daba ir hasta el fondo de este Kant. Y el descubrimiento
fue midable. Fue el descubrimiento del Kant de la Crítica del Juicio y
del Opus postumun con el que me encontre; el Kant del esquematismo
trascendental, de la teoría del juicio reflexivo y de la imaginación,
aquel que quería repensar «la cosa en sí». Un Kant descontento,
insatisfecho, una analítica que volvía sobre la estética transdental, no
ya para justificarla y organizarla, sino para superarla y liberarla.
Una tensión indefinida hacia otra definición de la racionalidad. Una
verdad que comenzaba a reaparecer, en términos ontológicos,
articulándose sobre las líneas del deseo trascendental. Cómplices de
este descubrimiento fueron el Heiddegger de Sein und Zeit y el Husserl
de la Krisis. El gran tema era el de la comprensión de la modernidad, es
decir, como querían Heidegger y Husserl a propósito de Kant, comprender
la analítica del concepto y el curso de la racionalidad instrumental, y
al mismo tiempo, aproximar el sentido del esquematismo transcendental y
de la imaginación - este último nos habría permitido aprehender de
nuevo la dimensión ontológica y crítica, a partir de aquí, la analítica
del concepto y la formación de la modernidad. Quiero decir, que iba
descubriendo otro mundo, más verdadero que el mundo presente, otro
universo que podía ser imaginado y construido fuera y contra la
determinación analítica de la modernidad. De ello procedía una nueva
teoría de la verdad que reposaba sobre una comunicación trascendental
abierta al futuro y que aludía a la praxis ontológica del hombre como su
productor. En este contexto problemático, irrumpió Wittgenstein como
una bomba. A aquel mundo de quienes buscábamos una clave epistemológica
que lo hiciese significativo, un fundamento ontológico que lo sacase del
dominio de la analítica, Wittgenstein lo llamaba lenguaje. El lenguaje
es el mundo. La fenomenología del lenguaje era la epistemología del
mundo. El mundo era esta cosa aquí. Husserl y Heidegger se nos volvían a
presentar completamente laicizados. De verdad no sé, y me interesa
poco, si esta interpretación de Wittgenstein era exacta: en cualquier
caso este era el sentido del coup de foudre que probamos. Por otra
parte, en nuestra aventurada interpretación resolvíamos prácticamente el
equívoco que dominaba en la recepción de Wittgenstein. Los filósofos
analíticos anglosajones, exportados a Europa con las mercancías del Plan
Marshall y los agentes de la CIA, pretendían de hecho, bajo la bandera
de Wittgenstein, imponer a la filosofía el régimen de un elegante juego
de cámara. Nos prescribían analizar el lenguaje; nosotros objetábamos
(convencidos de estar con Wingenstein) que el lenguaje es el mundo.
Lenguaje, mundo: una presencia banal, aunque formidable; la
antimetafísica lingüística de Wittgenstein nos introducía, o mejor, nos
estabilizaba en la ontología del mundo. Limpiaba la plaza. Pero la
filosofía no terminaba aquí, sino que recomenzaba. Aquí se repetía la
interrogación (después, a través de la purificación wittgensteiniana,
más aún, por ello con más fuerza): cómo articular la solidez ontológica
del mundo como lenguaje y los mecanismos productivos trascendentales del
deseo y de la imaginación. El tránsito de Wittgenstein del Tractatus a
los escritos del periodo cambridgeano nos parecía plantear el mismo
problema en esta cuestión. Pero, ¿era resolutiva la respuesta de
Wittgenstein? Después de haber planteado el problema renunciaba a la
solución, así nos parecía, eligiendo el misticismo en la teoría y en la
desesperación irónica en el análisis de la vida práctica. Su meditación
se replegaba en la meditación sobre la muerte. Bien, cada generación
filosófica conoce un camino singular y alucinaciones específicas...
Nosotros encontramos en Marx el esquema adecuado al interrogante que la
imaginación trascendental plantea a la constitución lingüística del
mundo. La metafísica marxiana parecía inventada para esto. Ella
fundamentaba el lenguaje en la producción, constituía como necesidad la
reestructuración de la producción en la comunicación, ponía la tendencia
a la subsunción del mundo en el lenguaje; pero, por otra parte y al
mismo tiempo, construía la imaginación productiva como posibilidad y
praxis alternativa al mundo existente. Para mí Marx es, y mucho rnás lo
era entonces, el autor metafísico, que fundamenta la interpretación del
mundo en la crítica estructural de su lenguaje, y consecuentemente
afirma la tendencia a reconstruir el mundo sobre la trama de la
imaginación trascendental. Marx estabiliza en el capital el fundamento
ontológico del mundo, del lenguaje, e incluso de la imaginación; después
plantea la necesidad de la ruptura del Lebenswelt. Nunca me interesó el
marxismo enmohecido de la ortodoxia soviética, ni los heréticos
hegeliano-marxistas, aspirantes a grandes síntesis me fascinaron. El
único terreno sobre el que el marxismo era interesante era el
ontológico, donde, en la «subsunción real». el mundo se convertía en
comunicación y la comunicación en mundo. Y aquí dentro, a esta altura
del desarrollo, sólo aquí se daba la ruptura. Fuera de este punto sólo
había socialdemocracia o socialismo de Estado, filosofías
revolucionarias, vulgares, cuando no fueron trágicas. Bien, ¿cómo romper
esta férrea envoltura de la «subsunción real»? ¿Cómo romper y dar
sentido alternativo al horizonte de la comunicación? Marx no da
respuesta a este interrogante: una vez definida la tendencia extrema de
la subsunción, su metafísica se detiene. Aquí, por consiguiente, entran
de nuevo Heidegger, y después Foucault y Deleuze, así como otros muchos
contemporáneos nuestros. Fijado en el terreno ontológico el nexo de
fenomenología y epistemología, determinada la necesidad de la ruptura de
este horizonte, esta ruptura era construida ahora siguiendo los
procesos de subjetivización, reconstruyendo el mundo desde el punto de
vista genealógico y apartando la ruptura del ápice de los procesos
estructurales que constituían la modernidad, a la red de los procesos
subjetivos que emanaban de la vida. Como quiera que sea, ha sido
ciertamente Spinoza quien más me ha mantenido en la definición y sobre
todo en el proceder en esta nueva problemática. ¿Quién es. por tanto, mi
Spinoza? Es el autor que, desde la estructura del ser como guerra.
introduce al sujeto como alternativa de la vida contra la muerte, y de
este mecanismo hace la clave de reconstrucción del ser mismo. Spinoza
fija este proceso cosmogónico en las pasiones de la singularidad y a
través de ellas, y la imaginación, recompone el absoluto. La
fenomenología se hace ontología, la ontología episternología, la
epistemología ética, o bien praxis constituyente: he aquí el punto en el
cual el ser y la acción constitutiva se recomponen, y el mundo se
convierte en lenguaje, y el lenguaje representa alternativas del ser. El
ser se reconstruye siempre, como genealogía renovada, como totalidad de
los procesos de subjetivización.
Un camino metafísico que intenta perseguir en el
ser la singularidad y tejer los hilos reinventando la ontología según el
proceso práctico de las subjetividades, se encuentra -después de haber
atravesado una fenomenología que se representa como genealogía- ante el
problema de reconstruir el evento. Es decir, que si el camino metafísico
ha consumado toda premisa estructural y ha conducido la fenomenología a
la genealogía, si ha releído la genealogía en clave epistemologica y
comunicativa, finalmente, si ha considerado la ontología como fabrica
del sujeto, pues bien, ahora todo esto debe mostrarse como evento. La
singularidad, de la cual ha partido todo, debe retornar a la
singularidad. La percepción crítica del proceso histórico está obligada a
identificar el evento y a construirlo. La metafísica se ha transformado
en ética; ahora la ética está llamada a la elección en el juego de la
praxis. Pero para que esta elección se opere en el terreno de la más
estricta inmanencia es necesario que los procesos de elección se formen
en el interior del proceso mismo La relación entre la ontología y la
ética, entre la singularidad. la elección y el evento, es íntima y
circular. En Máquina-tiempo y en Fábricas de la subjetividad he
argumentado este tránsito, identificando, en el primer caso, las
alternativas temporales de la decisión ética, y, en el segundo, las
alternativas que nacen en el terreno de la formación de la razón
práctica. Hoy, repasando este recorrido, que es no obstante riguroso,
tengo la impresión de una cierta insuficiencia; como si, en este salto
hacia el acontecimiento, el nuevo impulso que he tomado me haya hecho en
parte errar el objetivo. Ciertamente, la inserción de la decisión ética
en el flujo constitutivo de la temporalidad es una operación que, con
Heidegger, se ha convertido en fundamental; y sumergir la decisión en el
contenido de la existencia es una operación que, después de Foucault y
Deleuze, se ha convertido en necesaria. Pero el acontecimiento está
implantado en la guerra; la decisión destila la esfera de la nada; la
elección de la vida tiene siempre ante sí un límite de muerte. Por
consiguiente, aquellas grandes atracciones (¿solicitaciones?) nos dejan
en parte insatisfechos, porque en ellas, aun cuando el punto dramático
de la elección ha sido seleccionado, incluso ha sido allanado en un
efecto óptico, por así decirlo, de continuidad y sobre un fondo, sea
optimista o pesimista, redundante de eternidad (nihilismo y/o
estructuralismo). Al contrario, si lo que buscarnos no es el destino,
sino el acontecimiento, el pensamiento exige un nuevo nervio, debe tomar
una dirección inesperada, revivir una situación pascaliana. Ahora bien,
el acontecimiento es la creación. La elección es creación. El sentido
de la vida, por su actuar ha tocado el borde de la muerte: aquí la
decisión ética es extrema, pero por ello es creativa. El acontecimiento
es creación porque la elección entre la vida y la muerte es una elección
absoluta.
Pero esta elección radical es colectiva. Lo es porque se forma en el
proceso constitutivo de las singularidades, que es un proceso
colectivo. La singularidad ve de antemano la multiplicidad y su
movimiento como su propio origen y su horizonte. El acontecimiento
creativo consiste en la coincidencia del proceso constitutivo de la
singularidad y del proceso de liberación. En Maquiavelo el
acontecimiento consiste en la constitución armada del pueblo; es decir,
en la sreación de la singularidad, en la liberación del príncipe. En
Spinoza, el acontecimiento explosiona entre el final de la IV y el
comienzo de la V parte de la Ética, cuando la singularidad, ya
colectivamente formada, encuentra en el amor la realización de la
libertad. Y en el Marx de los Grundrisse, el proletariado se convierte
en el general intellect, globalidad abstracta de singularidades
concretas, productivas y deseosas, que dominan, creándola, la historia.
El acontecimiento no es el advenimiento singular; es la singularidad
colectiva que se organiza ontológicamente, que crea nuevo ser. La
individualidad, en sí misma, es muerte y sólo muerte, es soledad y sólo
afasia y desesperación. El individuo no vive: solamente muere. La única
posibilidad de reconocerlo es el epitafio mortuorio. Esta bella época
que vivimos, la de la exaltación del individualismo, sería de muerte
pura y simple, si de verdad fuese sólo eso. Por el contrario, vivir es
construir eventos colectivos; es traducir acontecimientos colectivos en
el lenguaje y en la ética hasta llegar a la afirmación del evento de la
liberación. La elección radical se forma en el interior de este proceso;
la elección de la vida se propone como momento de construcción de la
colectividad, como instante de una cooperación superior. La línea de
separación recorre tanto entre la vida y la muerte, cuanto, y en la
misma figura, entre lo colectivo y lo individual. Esta línea de
separación es inmediatamente evidente en la guerra. ¿Y en la paz?
Las guerras, tanto la fría como la caliente, han
terminado. En cualquier caso no la nuestra. Ha terminado la de ellos, la
que existe entre los dos enemigos insensatos y homólogos. En el terreno
metafísico la guerra continúa, la nuestra, no la de ellos: aquella que
opone la vida y la muerte, la alegría y la producción de la colectividad
a la miseria y a la soledad del individuo.
Las religiones santifican la individualidad como
substancia, solo como realidad rnetafísica. En torno a esta realidad
construyen la vida como haz de ilusión y expectativa de muerte. La
capacidad de la religión de hacer vivir en la vida la mistificación y la
presencia de la muerte está estrechamente ligada al hecho de que ella,
única entre las potencias metafísicas de la humanidad, siempre ha
asumido como su fundamento la descripción del ser como guerra y realidad
del mal. La religión consiste en esta fuerte percepción. Pero en la
guerra, la religión no toma posición; sólo lo hacen las iglesias. El
santo, después de haber reconocido la guerra como fundamento del ser, se
marcha al desierto, en perfecta soledad, para construir su salvación
como individualidad separada. Cuando vuelve al mundo, viene convertido
en perfecto sacerdote de la separación. Esta separación es la máscara de
la muerte, sus semblanzas individuales son anticipaciones de la muerte.
El individuo es sagrado, el individuo es alma, el individuo es sed de
eternidad: de estas verdades indecentes se nutre la religión, Ella,
exaltando la separación y la individualidad, crea la superstición.
Supersticioso es el miedo del mundo, supersticiosa se hace la
aprehensión de la individualidad -supersticición es la apología del
poder que ella determina necesariamente, puesto que veta al hombre el
reconocerse como colectividad, convertirse en colectividad, expresar
potencia. Superstición es obediencia a la muerte.
La idea fundamental en torno a la cual me he
convertido en filósofo, y paupérrimo, es que la potencia del hombre
puede substraerse al poder. Rebelarse es justo. Ahora bien, entre los no
santos nadie niega esta afirmación. Pero casi todos los sabios objetan
que si rebelarse es justo, triunfar en la rebelión es difícil, y que, en
cualquier caso, no está dicho que el producto de la rebelión no sea
peor que la situación contra la cual se ha hecho la rebelión. Estas
objeciones no cancelan la afirmación de la que hemos partido. ¿Por qué?
Porque no se puede vivir si no es en la perspectiva de la rebelión, es
decir, del esfuerzo por salir de la individualidad y por hacer de la
propia una esencia colectiva. La rebelión es la condición ontológica del
proceso de producción de la subjetividad. La rebelión es el único modo
auténtico de construir nuestra singularidad. Rebelión es amor; en el
amor la rebelión reconoce la dimensión colectiva de la producción de
subjetividad.
La singularidad es el cuerpo. Construir el cuerpo
es uno de los imperativos fundamentales de la filosofía. El cuerpo es el
signo temporal de la vida y de muerte; por el contrario, subjetivar el
cuerpo es llevarlo a ser una potencia de vida y de colectividad, una
capacidad nerviosa e impetuosa de gozar, y de transformar el goce en
amor. La alegrís del cuerpo no está ligada a las edades de la vida, sino
a los acontecimientos; todo acontecimiento encarna un grado superior de
subjetivización. El cuerpo registra y acumula estas encarnaciones; se
convierte en segunda. tercera... naturaleza. El cuerpo se hace cada vez
más común, se construye, encarna acontecimientos, se reconoce. Los
momentos de entusiasmo colectivo y los de fusión de los sujetos en la
acción común representan el más alto grado de hedonismo. Como para
Epicuro, así para nosotros el cuerpo es divino, cuando se substrae a
cada pensamiento y a cada práctica de muerte. La única religión que
conozco es la del cuerpo, de su expansión amorosa en la comunidad de los
otros cuerpos, la resurrección de la carne. Cuando me encontré, por
largos años, encerrado en prisión, torturado en el espíritu Y en el
cuerpo, pero al mismo tiempo unido en la rebelión y en el amor con mis
compañeros, entendí por primera vez la afirmación spinoziana: «¡nadie
imagina de cuantas cosas sea capaz el cuerpo!».
¿A que conduce mi filosofía? Partiendo de la
consideración fenomenológica de la guerra omnipresente y de la
genealogía del mundo de la vida, insistiendo sobre la epistemología de
la comunicación como oportunidad, a romper la indiferencia para
construir subjetividades colectivas. Mi filosofía conduce a amar la vida
y los cuerpos que la constituyen, a escoger en la guerra que nos rodea,
la rebelión y el amor como claves de construcción de subjetividad, a
producir siempre nuevos eventos colectivos de liberación.
Si ahora miro hacia atrás mi vida filosófica, no
pruebo ni arrepentimiento ni nostalgia. No debe parecer extraño que los
sentimientos sean llamados en causa para explicar una filosofía: una
filosofía que es práctica de la construcción de la subjetividad incluye
en su propio curso sentimientos y pasiones. Porque la filosofía, por
decirlo con otras palabras, es una máquina ontológica y, si no es esto,
es vanidad y lenguaje primoroso. La filosofía no se estudia sino que se
vive -la filosofía se hace. Por tanto, de entrada ningún
arrepentimiento. Ningún arrepentimiento porque los eventuales errores
teóricos, las equivocaciones prácticas, las incoherencias y las
incertidumbres han vivido siempre en el continuo de la máquina
constitutiva, de la subjetividad colectiva y han estado siempre
equilibrados por la violencia de la instancia crítica y autocrítica. La
generosidad, y no una justicia inalcanzable, rige la vicisitud de la
subjetividad. Cada error ha sido siempre sobreabundancia de amor. Y en
ningún momento somos responsables de la guerra. Somos sólo responsables
de no combatirla, de escapar a la rebelión. El infierno está abierto
para los cobardes. La filosofía es sólo campo de generosidad. Pero
tampoco siento nostalgia, porque no se puede suspirar sobre la necesidad
de nuestra acción, sobre el concretizarse irreversible de nuestro
pensamiento y de nuestra acción. Ellos son ontología, inscritos en el
mármol del pasado. Ellos han registrado el catastrófico paso que ha
conducido a la vanguardia intelectual y a la abstracción filosófica a
ser comunes -comunidad de sujetos de la comunicación, colectividad del
general intellect. Haber vivido este irresistible paso, haberlo
comprendido y actuado, constituye la gran dignidad de nuestro pasado. El
presente construirá las motivaciones de una nueva guerra -de la
filosofía común contra el dominio insensato, del trabajo intelectual
libre contra el capital, de la potencia contra el poder. El destino no
ofusca la esperanza, ni quita una renovada capacidad de luchar. La
historia
no ha acabado.
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